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¿Qué es un porro?

Por Facundo González

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Foto Especial

Es un grave error confundir activistas estudiantiles con porros. Esa confusión tiene como origen la ignorancia o el dolo. Por ejemplo, en mi UACM se utiliza con demasiada facilidad el calificativo de “porro”, a diestra y siniestra, para tratar de descalificar a algunos activistas estudiantiles. Para mí está claro que una cosa son los porros y otra los activistas estudiantiles.

¿Qué es un porro? Sin duda mi concepto de porro está marcado por mi experiencia personal ante ellos. Me tocó ser parte de una generación estudiantil ubicada a medio camino entre los movimientos estudiantiles de 1968 y de 1986-1987 (CEU). Eso significa que mi generación tuvo que enfrentar la época más dura del porrismo, pues aunque existen antecedentes fue después del movimiento del 68 que el gobierno decidió dar un fuerte impulso a los grupos represivos en las instituciones de educación superior, con el fin de prevenir y evitar otro movimiento estudiantil semejante al de aquel año. Los porros eran incorporados a alguna nómina de una institución de gobierno, es decir, recibían un pago por sus actividades represivas. Además, gozaban de impunidad. Van algunas escenas de las que fui testigo.

Ingresé a la Vocacional 10 del IPN, como parte de la primera generación. La Voca estaba en construcción y sólo tenía tres largos edificios de salones. Los talleres, laboratorios, biblioteca y oficinas administrativas estaban improvisados en salones. En esas condiciones sólo pocos aspirantes nos atrevimos a escoger la Voca 10. Hice el examen e ingresé, pero con quienes ingresamos no se alcanzó a llenar el cupo para la primera generación, así que decidieron hacer un segundo examen, y un tercero y… en total fueron siete exámenes, hasta que se logró integrar esa primera generación. Curiosamente, en cada examen había rechazados. Este proceso de ingreso le dio un sello propio a la primera generación de mi Voca 10, pues muchos de quienes pasaron a ser mis compañeros habían reprobado el examen en otras vocacionales o prepas; también había expulsados de otros bachilleratos, era, pues, una generación “pesada”, con algunos dignos candidatos a convertirse en porros, tal como sucedió.

En aquella época la Federación de Estudiantes Politécnicos (FEP) era la principal organización porril del IPN. Tenían locales en las escuelas del Poli y eran reconocidos (no sólo tolerados) por las autoridades del Instituto. Poco después surgió la Organización de Estudiantes Técnicos (ODET), para hacerle competencia en el oficio porril a la FEP. En la Voca 10 rápidamente se formó un grupo de porros, no recuerdo si de la FEP o de la ODET. Había uno al que certeramente apodaban “el Porro” y otro conocido como “el Acapulco”, de quien se decía debía varias vidas. Siempre andaban armados.

Yo tenía un amigo que conocí en la Secundaria 70 y la suerte nos hizo reencontrarnos en el mismo salón de la Vocacional 10. Este amigo, al que apodábamos “el Cámara” (en aquellos días estaba de moda decir “cámara” y a veces “cámara, hijo” como expresión de afirmación, de acuerdo o acción inmediata, y mi amigo todo el tiempo repetía “cámara, hijo”) tenía propensión a las emociones fuertes, por lo que rápidamente se hizo amigo de los porros aunque debo decir que nunca se integró a ellos.

Era común que porros de otras vocacionales o preparatorias tomaran camiones y fueran a mi vocacional. En acciones simultáneas golpeaban, robaban y hacían destrozos en las instalaciones de la Voca. Todo sucedía rápidamente y se iban como habían llegado. Tuvimos que defendernos y teníamos a la mano un arsenal de varillas, piedras y otros objetos para, de ser necesario, salir rápidamente de los salones y enfrentar a los porros externos, porque los internos pues… eran de casa. Recuerdo varias batallas campales, algunas en el aledaño Bosque de San Juan de Aragón, siempre con heridos, algunos graves (cráneos y huesos fracturados, heridas de armas blancas, golpeados). Así era la vida en esa primera generación de la Voca 10.

Un día, como a las 10 de la mañana, estando en clase escuchamos varios disparos. Salí presuroso del salón y alcancé a ver un carro amarillo con toldo negro, en una de sus ventanas un brazo que en su mano portaba una pistola plateada. El carro pasó lentamente y, sin detenerse, desde la calle dispararon hacia la Vocacional. Después huyeron. Al “Fisher”, amigo mío aficionado al ajedrez, quien se encontraba en una partida de su juego favorito en unas mesas de cemento que había en el jardín, lo hirieron en un tobillo. A otro estudiante lo mataron. Hicimos una colecta de dinero y juntamos dos bolsas “de mandado” llenas de monedas y algunos billetes. Se las llevamos a la familia del estudiante asesinado; era hijo único de una familia muy humilde que vivía en un cuarto con piso de tierra. Sus padres hacían un gran esfuerzo para que su hijo estudiara. La madre recibió el dinero pero al mirar sus ojos supe que su vida estaba acabada por la tristeza. El asesino era un porro de la Vocacional 1 apodado el “Ratón”. Se desapareció unos dos meses y después regresó impunemente a seguir ejerciendo su oficio.

De los muchos enfrentamientos que tuvimos en la vocacional por causa de porros externos, hubo uno particularmente cruento. El saldo provocó que los dirigentes de los porros “de casa” se decidieran a negociar y buscar un armisticio. En una ocasión yo estaba con un grupo de amigos y el “Cámara” pasó con prisa y me dijo “¡acompáñame!”, y yo le hice caso. A dónde vamos, pregunté, y por respuesta el “Cámara” dijo “tú acompáñame”, y yo le hice caso. De pronto, el “Cámara” y yo estábamos subidos en dos carros y nuestros acompañantes eran el grupo más selecto de los porros de la Vocacional, entre ellos el “Porro” y el “Acapulco”. El destino era el Casco de Santo Tomás, las instalaciones originales del Poli. Llegamos a un lugar conocido como “el cuadrilatero”, entramos por varios pasillos que a mí se me hicieron muy enredados y arribamos a una oficina oscura. Estaba el mero jefe de los porros del Poli, sentado en un amplio escritorio. A sus flancos, dos tipos, cada uno con una ametralladora. Yo me quedé impresionado por la escena y me pregunté qué hacía yo ahí. Por andarle haciendo caso al “Cámara” fue la respuesta que me di. La plática fue breve, el líder porril dijo que él hablaría con el grupo de porros adversario para que cesaran las agresiones.

En descargo del “Cámara” debo decir que cuando varios grupos de estudiantes ya estábamos hartos de ser víctimas de los porros “de casa”, de sus robos, golpes y otros abusos, nos enfrentamos a ellos en una batalla campal en las afueras de la Vocacional. Al “Cámara” no le quedó otra que tomar partido y decidió jugar en nuestro equipo. Los porros iban perdiendo pero cuando empezaron los balazos tuvimos que correr.

Terminé la Vocacional e ingresé al la Escuela Superior de Física y Matemáticas (ESFM), en Zacatenco. Ahí estudié algunos semestres. Las organizaciones de los estudiantes activistas eran los Comités de Lucha, de tendencia maoísta y yo ingresé al Comité de Lucha de “FM”, como le decíamos a nuestra escuela. Por cierto, una anotación al margen: nunca he conocido militantes más entregados y disciplinados que los miembros de esos Comités de Lucha. Los Comités de Lucha se habían formado después del movimiento del 68 y ellos encabezaban la resistencia contra el porrismo. Por supuesto, políticamente el enemigo era “el Estado”.

En una ocasión fui a la biblioteca de mi escuela a buscar un libro de análisis matemático pero el libro estaba prestado, así que decidí ir a la biblioteca del edificio contiguo, creo que ese edificio era de la ESIA o la ESIQUIE. Como yo no era alumno de esa escuela no podía sacar el libro y me senté, recuerdo, en la tercera fila de mesas de la biblioteca y empecé a estudiar. De repente, entró tranquilamente un porro, sacó lentamente la pistola de su cintura y disparó varios tiros sobre un estudiante que se encontraba leyendo en la primera fila de mesas. Vi cómo el porro guardaba despacio la pistola en el cinto y se marchaba caminando. Al poco tiempo, el asesino seguía en los pasillos de Zacatenco, impune.

Los agravios de los porros se fueron acumulando y algo grave sucedió en otra escuela superior que provocó el hartazgo de los estudiantes. Se hicieron asambleas estudiantiles generales, es decir, de todas las escuelas con sede en Zacatenco. El auditorio más grande de Zacatenco, conocido como “el Queso”, fue insuficiente para dar cabida a los miles de estudiantes que abarrotamos las asambleas matutinas y vespertinas durante varios días. Desde luego, la principal demanda que nos unificaba era el rechazo a los porros. Las gestiones no avanzaban y se hacía evidente que las autoridades jugaban un papel de encubrimiento y protección a los porros. Llegó un momento en que la indignación cedió al enojo y las asambleas decidieron pasar a la acción directa. Éramos miles de estudiantes, no sabría decir el número, pero además poseídos por la furia provocada por el hartazgo, quizás  también por el ánimo de venganza. A mí me dio la impresión de que nos asemejábamos a una multitud furiosa e incontrolable de la que yo formaba parte, multitud en la que la razón había perdido la batalla contra la pasión. Fuimos edificio tras edificio de Zacatenco, a todos los locales que las autoridades habían entregado a los porros, muchos de ellos ubicados en los pisos más altos. Por supuesto, ningún porro a la vista. Con furia se abrieron las puertas de los locales y todo lo que allí había, muebles o papeles, se arrojó desde lo alto. Una vez en el suelo y destrozados, los objetos eran incendiados. Zacatenco se fue poblando de grandes fogatas. A mí me preocupó que esa furia desatada llegara a mi escuela, en el Edificio 6, pues allí los porros no tenían local y, en medio de la confusión, la multitud podría atacar el local del Comité de Lucha, cosa que afortunadamente no sucedió. No recuerdo en qué quedó ese movimiento, pero después de algún tiempo los porros regresaron y todo, por desgracia, volvió a la “normalidad”. Yo pensaba que en México los estudiantes universitarios estábamos, con los porros en los pasillos, en una situación semejante a la que tenían los estudiantes de los países sudamericanos, inmersos en dictaduras militares.

Finalmente, otra experiencia, ésta en la Escuela en que estudiaba, la ESFM. Por diversas razones, entre ellas el hostigamiento de los porros, estallamos un paro que se prolongó seis meses. Ante el inminente peligro de que los porros llegaran a romper el paro y reprimir a los estudiantes paristas, se hacían todo el tiempo guardias en el techo de la Escuela, día y noche. Teníamos bombas molotov y algunos de los estudiantes paristas que hacían guardias discretamente estaban armados. Fue un paro largo y muy desgastante y eran frecuentes las asambleas en el auditorio de la Escuela.

Un día, mientras se desarrollaba una asamblea en el auditorio de la Escuela, nos dimos cuenta de que en ella se encontraba un porro que se hacía pasar por estudiante y escuchaba las intervenciones, anotando en un cuaderno. Lo atrapamos. Recuerdo que su rostro se llenó de pánico pues pensó que le haríamos lo mismo que los porros acostumbraban hacer a los estudiantes. No lo golpeamos pero “soltó la sopa”. Dijo que lo habían enviado para hacer un reporte de lo que discutíamos en la asamblea y que él y otros porros estaban en la nómina de la Delegación Gustavo A. Madero. Nos proporcionó nombres de quienes los dirigían y patrocinaban, entre ellos algunos conocidos políticos priístas. Decidimos soltarlo, no sin antes grabar sus declaraciones.

En otra ocasión realizábamos una asamblea con el auditorio repleto. Se discutía la posibilidad de terminar el paro, las opiniones estaban divididas. Empezaba a anochecer. De repente, quienes hacían guardia mientras la asamblea sesionaba llegaron corriendo y gritando que venían los porros, y venían prácticamente pisándoles los talones a quienes nos dieron aviso. Nadie pudo salir y cerramos las pesadas puertas del auditorio, quedando atrapados en el mismo mientras los porros golpeaban las puertas y proferían gritos de amenazas. Dentro del auditorio, de manera agitada había opiniones en favor de salir y enfrentarnos a los porros, y otras de quedarnos en el auditorio hasta que los porros se marcharan. Pasó el tiempo y los gritos amenazantes de los porros cesaron, se hizo el silencio. Sabíamos que existía la posibilidad de que los porros no se hubieran ido y, sin hacer ruido, nos estuvieran esperando fuera del auditorio. El plan fue el siguiente: quitar algunas de las sillas de metal que estaban empotradas en el piso del auditorio, abrir rápidamente las puertas y arrojar las sillas hacia los ventanales que estaban enfrente del auditorio y por ahí escapar hacia los jardines de Zacatenco.

Así lo hicimos, pero los porros nos estaban esperando. Se abrieron las puertas del auditorio, se arrojaron las sillas, se rompieron los cristales y salimos corriendo del auditorio. Todo fue confusión y ruido de vidrios rotos, gritos y violencia. Cada quien intentó escapar como pudiera. Un compañero y yo corrimos hacia los pisos superiores del edificio y los porros tras nosotros. Nos metimos en un salón y lo cerramos, rompimos una ventana para hacerles creer que por allí habíamos escapado y mi compañero y yo y nos trepamos al techo del salón metiéndonos entre los plafones. A través de los plafones nos desplazamos hacia otros salones. Escuchamos los gritos de los porros que nos buscaban. Como fondo, el ruido de los golpes, los gritos de violencia y los destrozos. El ruido cesó y mi compañero y yo nos quedamos escondidos en los plafones durante varias horas. Finalmente, ya en la noche, bajamos. El edificio estaba vacío y los destrozos y las huellas de sangre eran evidentes. Salimos y nos perdimos en la oscuridad.

Otros compañeros no lograron escapar de la represión porril. Cabe decir que no hubo muertos pero sí el ensañamiento de los porros contra muchos estudiantes. En los días siguientes tuvimos que hacer el recuento de los daños y buscar a compañeros que estaban desaparecidos. En ese entonces se sabía que en circunstancias semejantes no era conveniente ir a hospitales públicos pues los porros u otros órganos represivos, como la llamada “Brigada Blanca”, podrían ir a rematar a los heridos o a desaparecerlos. Recuerdo a un buen amigo, estudiante de excelencia. Los porros lo habían tirado al suelo y en la espalda mi amigo recibió decenas de heridas hechas con un picahielo. Como efecto, mi amigo tenía un pavor que le impidió regresar a la Escuela a terminar sus estudios. Por supuesto, con estos acontecimientos el paro llegó a su fin. Sucedió algo curioso.

Regresamos a clases y un viernes aparecieron pegadas fotocopias en los muros de la Escuela, con la lista de los nombres de 16 estudiantes expulsados del IPN, entre ellos yo. Sin embargo, el lunes siguiente la lista había cambiado y otros dos compañeros y yo ya no estábamos en ella. No supe qué sucedió, alguna mano bondadosa trató de salvar nuestra permanencia en la Escuela. Poco después y por diversas razones abandoné esa escuela politécnica, a la que le sigo profesando cariño y agradecimiento.

Después ingresé a la UAM a estudiar Sociología. En la UAM no había porros. Fui consejero estudiantil ante el Consejo Académico de la UAM Azcapotzalco, representando a los estudiantes de Sociología, y también consejero suplente en el Colegio Académico de las tres unidades de la UAM. Por cierto, como consejero estudiantil nunca recibí un peso proveniente de la UAM o de sus autoridades y si hubiera habido un ofrecimiento en tal sentido, sin duda lo habría rechazado.

Con toda esta experiencia de lucha contra el porrismo, cuando en 1997 triunfó Cuauhtémoc Cárdenas en las elecciones para jefe de Gobierno, pensé que por primera vez llegaba la izquierda (corrijo: la “izquierda”) a posiciones de gobierno. Me dije que lo único que le pedía a esta izquierda (o “izquierda”) era que terminara con la lacra del porrismo, con eso me daría por bien servido. Pero no, algunos años después mi sobrino Fernando, que estudiaba en un Colegio de Bachilleres, llegó muy golpeado. Los porros lo habían confundido con otro estudiante al que querían “madrear”.

La historia de la lucha contra el porrismo ha sido larga y cruenta y en ella han estado involucradas muchas generaciones de estudiantes que no alcanzaron la celebridad de la generación del 68 o del movimiento ceuísta de 1986-1987, pero que tuvieron que pagar una cuota de sangre. El más reciente capítulo lo están escribiendo los estudiantes de la UNAM. Cuando menos por un respeto mínimo a esos luchadores estudiantiles no debe caerse en el recurso facilón y demagógico de calificar como porros a activistas estudiantiles, con los que se pueden tener diferencias políticas pero ello no los convierte en asesinos a sueldo. No se equivoquen.

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