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Defensores ambientales en riesgo: los desafíos del Acuerdo de Escazú en México

Acuerdo de Escazú

Aunque México ha ratificado el Acuerdo de Escazú, la violencia contra defensoras y defensores del medio ambiente persiste, revelando los desafíos estructurales para garantizar justicia, reparación integral y protección efectiva de quienes luchan por la vida y el territorio.

Por Mario Marlo / @Mariomarlo

En México, proteger el medio ambiente es una actividad de alto riesgo. Más de 25 personas defensoras del medio ambiente y los territorios fueron asesinadas en el país durante 2024, de acuerdo con organizaciones internacionales como Global Witness y Front Line Defenders. A pesar de la ratificación del Acuerdo de Escazú en 2021, tratado pionero en materia de derechos humanos y justicia ambiental en América Latina y el Caribe, el país sigue enfrentando grandes obstáculos para garantizar un acceso real y efectivo a la justicia para quienes alzan la voz en defensa de la tierra, el agua, los bosques y la vida.

El Acuerdo de Escazú —firmado en 2018 y en vigor desde abril de 2021— representa un parteaguas en la protección del derecho a un medio ambiente sano. Reconocido como un instrumento de derechos humanos, el acuerdo establece la obligación de los Estados de garantizar tres pilares fundamentales: el acceso a la información ambiental, la participación pública en la toma de decisiones, y el acceso a la justicia en asuntos ambientales.

Pero además, incorpora un cuarto pilar urgente y novedoso: la protección de personas defensoras del ambiente. En su artículo 9, el acuerdo señala que los Estados deben asegurar un entorno seguro y propicio “para que las personas, grupos y organizaciones que promuevan y defiendan los derechos humanos en asuntos ambientales puedan actuar sin amenazas, restricciones ni inseguridad”.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ha reconocido explícitamente el carácter vinculante del Acuerdo de Escazú como parte del marco legal mexicano. En el Recurso de revisión en incidente de suspensión 1/2022, la Primera Sala afirmó que “la justiciabilidad del derecho a un medio ambiente sano no puede desarrollarse a partir de los modelos tradicionales de impartición de justicia” y urgió a las personas juzgadoras a adoptar un papel activo en la protección del ambiente.

Uno de los temas centrales del tratado —y de su implementación práctica— es la legitimación procesal activa: es decir, quién tiene el derecho de acudir a los tribunales para iniciar acciones legales por daños o amenazas al medio ambiente.

Durante años, los sistemas judiciales han exigido que la persona demandante demuestre una afectación directa, personal y actual. Pero en asuntos ambientales, donde los impactos son colectivos, difusos o intergeneracionales, esta exigencia suele excluir a comunidades enteras, pueblos indígenas, niñas y niños, o defensoras que actúan en nombre de la naturaleza.

Por ello, la SCJN ha evolucionado hacia una interpretación amplia y garantista de la legitimación activa, basada en principios como precaución, prevención, equidad intergeneracional e in dubio pro natura. En el Amparo en revisión 307/2016, el máximo tribunal mexicano reconoció que “el medio ambiente tiene valor en sí mismo”, aun en ausencia de daño directo a personas, y que “las personas juzgadoras deben facilitar el acceso a la justicia, solicitando pruebas de oficio y evitando formalismos que excluyan el análisis del fondo del asunto”.

Además, se reconocen como sujetos con legitimación activa a personas que usan o disfrutan servicios ambientales, comunidades indígenas y campesinas, organizaciones civiles con objeto social ambiental y en casos específicos, personas jurídicas (empresas).

A pesar de estos avances jurisprudenciales y del marco normativo internacional, la realidad en México dista mucho de lo que dicta el papel.

Los asesinatos, amenazas y desplazamientos forzados contra defensoras y defensores del territorio siguen ocurriendo con altísimos niveles de impunidad. En muchos casos, las agresiones están relacionadas con proyectos extractivos, desarrollos inmobiliarios o infraestructura energética avalados por el Estado o por empresas con poder económico y político.

“Los casos de personas defensoras asesinadas o criminalizadas son invisibilizados o ignorados por las instituciones”, denunció en 2022 un informe de la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Y cuando se logra acudir a los tribunales, el sistema judicial impone barreras técnicas, como la exigencia de pruebas científicas costosas o la interpretación restrictiva del interés legítimo.

En los litigios ambientales, uno de los mayores retos es la carga de la prueba. Tradicionalmente, recae en quien demanda: la comunidad afectada debe probar que hay contaminación, afectación a la biodiversidad o riesgo a la salud.

Pero en el marco del Acuerdo de Escazú y del principio precautorio, esta lógica debe invertirse. Como ha sostenido la SCJN, cuando hay incertidumbre científica y riesgo de daño grave o irreversible, corresponde a las autoridades o empresas probar que sus acciones no dañarán el ambiente.

“La evaluación de impacto ambiental debe utilizar la mejor información científica disponible, y la falta de certeza no debe ser una excusa para postergar medidas de protección”, señaló la Corte en el Amparo en revisión 54/2021. Esta doctrina establece que los jueces deben asumir un rol activo, requiriendo peritajes, protegiendo a las partes vulnerables y adoptando medidas cautelares para evitar daños mientras se resuelve el fondo del juicio.

El Acuerdo de Escazú también establece la obligación de garantizar una reparación integral ante los daños ambientales, lo cual va más allá de simples compensaciones económicas. Esta reparación debe incluir la restauración de los ecosistemas afectados, el reconocimiento público del daño causado acompañado de medidas de memoria, la sanción efectiva a los responsables y la implementación de garantías de no repetición que aseguren que estos hechos no vuelvan a ocurrir.

Sin embargo, en la práctica, estos mecanismos son escasos, lentos o inexistentes. No se reconoce a la naturaleza como víctima, ni se permite a las comunidades decidir sobre las medidas reparatorias. El desafío es construir un sistema de justicia ambiental que sea realmente accesible, efectivo y transformador.

El Acuerdo de Escazú es un instrumento histórico, pero su cumplimiento en México requiere voluntad política, cambios estructurales en el sistema judicial y la plena participación de las comunidades defensoras.

Como bien señala la publicación de la Suprema Corte “Apuntes para la implementación del Acuerdo de Escazú”, “el acceso a la justicia en asuntos ambientales representa una de las principales vías para enfrentar la emergencia planetaria que engloba la triple crisis de contaminación, cambio climático y destrucción de la naturaleza”.

Defender la vida no debería ser motivo de muerte. Escazú nos recuerda que el derecho a un medio ambiente sano no es negociable, y que las luchas por el territorio y la dignidad merecen justicia, verdad y reparación.

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