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La política del poema en Ricardo Yáñez. O el canto del jilguerillo.

Enrique G. Gallegos*

La política se dice de muchas maneras. Esta la política partidizada de los mal denominados “profesionales” de la política. Está la que se estudia y ayuda a comprender la política que se practica y se hace. Pero también la poesía puede ser política y lo puede ser de varias maneras. Esta la politicidad del poema que se inscribe en gestas heroicas y el delineamiento épico de personajes, hechos y acciones. Desde Homero que le cantaba a Aquiles —“el de los pies ligeros”— y que relata las peripecias de Ulises, hasta las odas tras el fallecimiento de Lenin por parte de Mayakovsky o Canto general de Pablo Neruda. Por supuesto, en ese nivel acecha el peligroso fenómeno del panfleto y la reducción de poema a otra cosa sin importar la hechura, sin importar el decir poético y su volcán de sentidos.

Pero también tenemos otro nivel de politicidad del poema. Este es más sutil, menos visible y no necesariamente tiene por contenidos expreso eso que podríamos denominar como “lo político”. En este otro sentido, más imperceptible, la poesía es política porque inscribe nuevas sensibilidades, construye mundos, cultiva y expande las emociones, porque reconstruye la piel y abre los poros del vivir, incluido el mal vivir. Es en este sentido que la poesía de Ricardo Yánez es política; quien dicho sea de paso, este 2022 cumple 50 años de trayectoria poética (Divertimento fue publicado en 1972). Para entender este enunciado, o más bien afirmación y más exactamente, conclusión, es pertinente recordar que una de las características de la poesía moderna es la tendencia, subrayada, a la individualización. En esa línea, es el poeta como individuo el que da sentido a la poesía y no la poesía como fenómeno colectivo e histórico. No es casualidad que la poesía haya terminado por deshacerse de las formas tradicionales (parcialmente, claro, porque siguen operando). Y tampoco lo es que ese agenciamiento poético esté a tono con el predominio de lo que en las ciencias humanas y sociales se denomina como “individualismo metodológico”, que no es otra cosa que aplicar el criterio de lo “individual” para evaluar las prácticas, productos e instituciones.

En contraste con ese énfasis, la poesía de Ricardo Yánez es un canto de lo colectivo y de la colectividad. Esto no significa que no existe el elemento individual en su poesía; evidentemente la carnalidad del poeta haría un contrasentido hablar de una poesía anónima. Más aún, el cuidadoso manejo del lenguaje y el dominio de las palabras por parte de Ricardo denotan una clara conciencia individual. En difícil que ha Ricardo se le escape una errata, aun en la velocidad de las redes sociales. El poeta-corrector es el mismo que el periodista-corrector. Y eso no puede ser posible sin la autopercepción del individuo frente a esa construcción colectiva y, esta sí, hasta cierto punto anónima, del lenguaje. Y es un canto de lo colectivo que por varias vías se decanta.

Por un lado, lo externo (aunque también sea parte del contenido). Es sabido que sus poemas recurren a las diferentes formas tradicionales del verso: sonetos, decimas, etc. ¿Quién es dueño de esas formas? Nadie y todos. En diferentes entrevistas Ricardo ha señalado su entusiasmo por los poetas clásicos como Garcilaso de la Vega, Gil Vicente, San Juan de la Cruz, etc. Admiración y ejercicio de las formas clásicas: es en parte el ejercicio poético de Yañez. Pero también por su declinación al canto y la música. No sólo la música estricto sensu sino la poesía como música. ¿Existe algo más colectivo que el canto? ¿Habrá pueblos sin cantores y músicos? Más aún, ¿podrá el pueblo devenir pueblo sin sus cantores y músicos? Por supuesto, no se trata de cualquier música, sino la del pueblo, los barrios, las cantinas, la música popular, el folklor, el canto tradicional y todo aquello que nuestros padres y abuelos solían escuchar y cantar. Ese canto que hunde sus raíces en la memoria de los de abajo, los que van día a día, lo que ahora se amarran la tripa por la cruel inflación. Aquellos que, frente al dolor y la desgracia, sólo tienen su canto. No es casualidad que en sus poemas invoque el cantar del jilguerillo, gorrión, ruiseñor y cenzontle, como símbolos del amor, la desgracia, alegría y caducidad.

En Piso de tierra, un libro publicado en 2007, hay un poema, “Soplo”, que dice lo siguiente: “El que no sepa cantar/ no por eso ha de callar,/ cante. Cante y aprenda/ de quienes saben./ Y de su propia naturaleza.”, que podría resumir esto que estoy tratando de sostener. ¿Quién en su vida no ha cantado alguna vez? Bien o mal, pero es difícil no haber al menos tarareado una canción. Desde los cantos infantiles para exorcizar las pesadillas de los niños o concitar el sueño, hasta los cantos a dúo en las cantinas de San Juan de Dios en Guadalajara. La exhortación en el poema es la misma que la de la democracia que descansa en la igualdad: todos pueden cantar. Diría que se trata de potenciar la igualdad por mediación de la poesía. Es como si para Ricardo, la poesía no fuera eso en que se ha convertido en los últimos tiempos: algo reservado para un minoría (que a su vez replica la minoría rapaz que controla los poderes económicos, financieros y políticos en la fase actual neoliberal), sino al contrario, una forma cotidiana de estar en el mundo y por ello accesible a cualquier persona. Todos cantan: todos deciden en la polis —sería la fórmula sucinta que compagina poesía y política.

Pero hay un tercer elemento que es bastante conocido en la trayectoria de Ricardo: los talleres, si cabe denominarlos literarios, porque parece que con el paso de los años han devenido en algo más complejo. Hay un libro de entrevistas que se titula “Pase de diapositivas” (creo que aún inédito) en el que se recupera el sentido que tuvieron los talleres para diferentes personas que asistieron. Y llama la atención que para no pocos de los asistentes, esos talleres hayan significado cambios en su forma de percibir la vida y relacionarse con el mundo. No se trata de la adquisición de conocimientos técnicos sobre la escritura (que seguro los habrá), ni de transmisión o discusión sobre la historia de la poesía, la crítica literaria, la literatura como disciplina y los saberes sobre formas métricas y estilos (que seguro también los habrá). Digamos que —y lo afirmo a partir de lo relatos que se expresan en el libro—, el taller se mueve a un nivel que sobrepasa el conocimiento y las saberes disciplinares o técnicos, y se inscribe en la vida, las sensibilidades, los cuerpos, los gestos; todas formas en las que descansa la política, en su sentido amplio. Este nivel o estrato subterráneo del taller explicaría la amplitud de intereses de los asistentes: poetas, dramaturgos, músicos, periodistas, bailarines, mimos, etc.

También explicaría lo que Ricardo Yáñez entiende por poesía; o más ampliamente, por creatividad. En un texto publicado en su columna en La Jornada, el 6 de julio del 2016, escribió lo siguiente:

“En relación con la creatividad veo una que llamo triada del sentir: en orden de lo más superficial a lo más profundo, emoción, sentimiento y sensibilidad. La última incluye a las demás y la segunda a la primera, lo cual indicaría desde dónde hay que trabajar a la hora de, más allá de la creatividad, generar obra. (De hecho hay que trabajar desde más hondo, desde el amor, pero esta palabra dice tanto que en ocasiones, muy desgraciadamente, nada dice).”

Y en Si la llama, del  2000, dice lo siguiente:

En toda cicatriz hay un sentido. 

En toda lágrima la posibilidad, real, 

de entrar en lo real cierto.

La intensidad nuca saber,

sólo siente. 

Pero el sentir es lo que da un saber fiable.

Y en otro texto que aparece en Armadillo, publicado el año pasado (2021), hay un poema que en sus primero versos señala: “Acaricio una piedra/ y siento que me siente. Es una piedra blanca/ y no era blanca/ y ni siquiera piedra/ —inexistente era, y estaba ahí.”

Tres textos formalmente heterogéneos: un artículo de opinión y dos poemas, publicados en diferentes períodos, pero que cruzan sus motivos. Lo que llama la “triada del sentir” y el “sentir” que hace fiable al saber y “sentir” de la piedra, creo, explicarán parte de las elecciones en la labor poética de Ricardo Yáñez a través de las forma clásicas, el canto, la naturaleza, el día a día, la canción tradicional, la apuesta por sus talleres y el asombro ante la vida. La labor poética de Yáñez es un lento trabajo sobre la sensibilidad y el cultivo vital que está en la base de la política. Una sensibilidad poética que además está orientada hacia la base, el pueblo, las formas populares, lo marginal, el barrio y todo aquello que las elites políticas y económicas suelen ignorar o despreciar, porque les interesa una educación que alimenta la acumulación del capital. Esto, además, muestra la consistencia poético-política de Yáñez, pues como él lo ha afirmado en diversas entrevistas, proviene de sectores populares y marginados de la sociedad.

En un país como el nuestro, atravesado por la inseguridad, las muertes generadas por el narco, el feminicidio, la precarización laboral, con más de 100 mil desaparecidos, la crisis económica, todos fenómenos acentuados por la catástrofe que ha significado la pandemia, una poesía que se inscribe en un esfuerzo por reconstruir el tejido de las sensibilidades, a través del poema, del canto del jilguerillo, gorrión, ruiseñor y cenzontle, de la música tradicional, del taller, no puede no ser política en su sentido más radical. Política porque apela a la palabra poética para desencadenar experiencias sensoriales y sensibles que instauran en su centro el amor, el asombro, la alegría, la sorpresa de estar vivos y el reconocimiento del otro. La poesía puede ser un potencial dispositivo contra la barbarie. En una entrevista que le hizo Claudia Sánchez a Ricardo Yáñez en 2010 para el Periódico de Poesía, él se refiero a sus talleres como ejercicios socráticos de diálogo. Pues bien, yo creo que es una descripción justa, porque los talleres de Ricardo, guardadas las debidas proporciones, podrían ser lo que el ágora era para la polis griega. Este es el estatuto de la política del poema en Ricardo Yáñez. Sutil e imperceptible, pero de hondo calado.

*Profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana-C

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