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Los feminicidos y la indolencia gubernamental

La clase política guerrerense no tiene la estatura ni el aplomo para atender y resolver los grandes problemas que enfrentamos en la entidad, porque carecen de esa fortaleza de un pueblo indómito decidido a dar las batallas contra la pobreza y contra la injusticia. Su mezquindad y pequeñez de miras no les permite poner en riesgo su capital político y mucho menos están dispuestos a despojarse de sus privilegios. La población no los percibe como actores de primera línea que en verdad tengan capacidad para solucionar los grandes problemas que enfrentamos, más bien, son parte de los grandes obstáculos para romper con este aparato burocrático que es causante de este atraso secular. Es un aparato hecho a su medida, porque reproduce la corrupción y endurece más el caparazón de la impunidad.

Está clase política desidiologisada y fútil está muy lejos de asumir el drama cotidiano que enfrentan las y los guerrerenses. Son personajes hechos al vapor que sólo les interesa subirse al pedestal del poder y a parecer orondos ante los medios de comunicación, mostrando sus mejores prendas para satisfacer sus egos e impresionar con sus poses arrogantes ante sus clientelas cautivas. Nada les impresiona ni conmueve los hechos de sangre que cotidianamente suceden en el estado. Están acostumbrados a desayunar con esas noticias y a disfrutar de su comodidad las tragedias que padecen los mortales. Para ellos es normal que la violencia haga estragos a decenas de familias que cortan de tajo cualquier posibilidad de rehacer la vida familiar. A nadie de estos políticos les importa el dolor de las víctimas que son presas del horror y el desamparo. Lo que les interesa es cuidar la buena imagen y simular en el mero discurso que se procederá contra los responsables. La realidad es que nunca se concluyen las investigaciones, todo queda en una mera pantomima centrada en las carpetas de investigación y de que se procederá con todo el peso de la ley.

Para la población toda esta parafernalia del poder no es más que la mera fachada de un régimen que se sustenta en el control de las instituciones por parte de las elites políticas y económicas con lucrar, en detrimento de las familias mayoritariamente pobres. Es un régimen que ejerce violencia, o que más bien la violencia es parte consustancial a esta forma de gobierno.  El presupuesto público no se destina para combatir la pobreza extrema que es fuente de una violencia sistémica. Buena parte del presupuesto se destina a las fuerzas armadas y a todo el aparato represivo del Estado, que se encarga de reprimir y someter a la población. De imponer el orden que requiere el capital, de aprobar leyes que garanticen el modelo extractivista y la privatización de los bienes de la nación. La clase política es la encargada de implementar estos lineamientos del mercado global y de generar un discurso hegemónico tendiente a domesticar a vastos sectores de la sociedad.

Son meros comparsas de un sistema que expolia a la clase trabajadora, que despoja de los bienes naturales y legaliza la explotación de la fuerza de trabajo. En este modelo no cabe el ciudadano ni la ciudadana como el centro de la acción política, sino el eje sobre el cual gira el poder público son los intereses macroeconómicos, los mega negocios, es decir, el fetiche del capital que es el becerro de oro de los neoliberales.

Si el ciudadano y la ciudadana son seres de segundo orden, que fácilmente son remplazables por las nuevas generaciones, la clase política se asume como el grupo de iluminados que son indispensables para que avance nuestra sociedad. Por lo mismo monopolizan no solo las decisiones que competen a toda la población, sino que dilapidan los recursos públicos y ejercen el control faccioso de las instituciones. Se erigen como personajes de alcurnia, intocables, venerables y protagónicos.

Sus lecturas sobre la realidad están orientadas a justificar sus actuaciones, a encubrir el vacío de poder y maquillar con cifras la tragedia que nos devasta por el empoderamiento de las organizaciones criminales. La narrativa del poder nunca será construida desde el dolor y la lucha de las familias que sufren el escarnio de quienes están obligados a prevenir y proteger su vida y su seguridad. Tampoco tendrán la óptica de las mujeres que enfrentan un sistema patriarcal y que son el blanco de todas las violencias que se ejercen tanto en el ámbito público como privado por el solo hecho de ser mujeres. El discurso patriarcal sigue invisibilizando la tragedia que enfrentan las mujeres, continúa suplantándolas y se erige como vocero de ellas explicando las razones de su violencia. El aumento de la violencia feminicida es la prueba más funesta de que en Guerrero las autoridades siguen reproduciendo la misma visión machista del poder, los mismos prejuicios que imperan ante una cultura misógina. Se refuerzan los patrones de la objetivisación de la mujer, que la cosifica y la estigmatiza para responsabilizarla de su propia tragedia. Las autoridades en lugar de abrir los espacios y garantizar la participación de las mujeres, los cierra y las excluye en la toma de decisiones. Todos los esfuerzos que se han generado desde la lucha construida desde abajo por las mujeres han quedado truncos, cuando se exige la implementación de políticas que garanticen el pleno respeto de los derechos de las mujeres y se implementen mecanismos que contenga la violencia feminicida.  Son las iniciativas de las mismas mujeres, su lucha tenaz, su denuncia pública y confrontación con el poder la que ha ido abriendo la brecha para exigir que se atiendan sus demandas, pero, ante todo para que termine la simulación de la clase política que sigue siendo cómplice de esta tragedia creciente materializada en asesinatos y desapariciones de mujeres. Las mismas autoridades encargadas de investigar estos delitos, no solo hay incapacidad para atender en su justa dimensión estos casos sino que prevalecen los prejuicios y las reticencias para darle pleno valor a las denuncias y testimonios de las mujeres. El mismo aparato de justicia no solo es un obstáculo sino también un enemigo a vencer por parte de las mismas mujeres que perciben que el órgano investigador es aliado de los mismos feminicidios.

En el estado no hay visos de que la clase política asuma un compromiso real con las mujeres, que los tres poderes dentro de sus ámbitos de competencias cierren filas para contener esta embestida delincuencial contra las mujeres. No reaccionan ni toman la iniciativa para fijar posturas que obliguen a las autoridades a investigar y castigar a los responsables. Se tiene que romper con esa inercia burocrática en la que ha caído la Alerta de género en el estado, que sigue sin dar resultados porque no hay cambios de fondo. Por el contrario, los casos de feminicidios van al alza y el ambiente de violencia se ha exacerbado contra las mujeres, al grado que en varias regiones del estado esta situación se ha desbordado. Los perpetradores se sienten protegidos porque saben cuáles son las debilidades de los funcionarios encargados de investigar estos delitos. Le saben llegar al precio y han podido someter a su dinámica criminal a las mismas fuerzas del orden. Prevalece en ciertos ámbitos de la burocracia gubernamental el escarnio contra las mujeres que son víctimas de la violencia. Son la nota roja de muchos medios amarillistas que se empeñan en reproducir patrones misóginos y denostar la honorabilidad de las mujeres. Entre los políticos hay tibieza y mucha insensibilidad ante una situación que interpela su quehacer público. Su omisión y su inacción es parte de esta complicidad que se entreteje con la red de perpetradores que parecen gozar de fueros como si también formaran parte de esta clase privilegiada, que tampoco se les llama a cuentas, ante una grave crisis de derechos humanos que lamentablemente en Guerrero tiene rostro de mujer.

El movimiento de las mujeres que han levantado la voz, tomado las calles para que pare la violencia es la expresión más clara del fracaso de las políticas de seguridad que se han implementado en el estado. La militarización y la creación de cuerpos de elite de la policía no están pensadas en proteger a los ciudadanos y ciudadanas de a pie, mucho menos en ser un baluarte para contener la violencia contra las mujeres. Son parte del problema, de la violencia y la inseguridad, por la corrupción y la impunidad de los aparatos de seguridad y justicia en el estado. El uso de la fuerza es para proteger a la clase política y a sus instituciones, para salvaguardar los intereses macroeconómicos y para reprimir a la población que reclama sus derechos, que denuncia las injusticias, que emplaza a las autoridades a que respeten los derechos humanos y que señala su complicidad con el crimen organizado. Este caos impuesto por la violencia del Estado en la que se ha desdibujado la línea divisoria con la violencia protagonizada por el crimen organizado ha desembocado en una espiral de violencia que se focaliza contra las mujeres. Unámonos al movimiento ejemplar, valiente de las mujeres que a pesar de sufrir el cerco de la violencia perpetrada por actores estatales y no estatales se han puesto al frente para dignificar su lucha y reivindicar la honorabilidad y la dignidad de las mujeres que han sido víctimas de esta violencia.

Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan

Nacional

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El Charco: violencia sin límites

Desde el momento en que el ejército fue informado por personas infiltradas dentro de las comunidades indígenas, que en El Charco se realizaba una reunión con autoridades de varias localidades y que en ella participaban personas de un grupo guerrillero, los mandos militares planearon la masacre en la madrugada del 7 de junio de 1998.

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