¿Votar o no votar en la elección del poder judicial? La disputa por los fundamentos del Estado

Enrique G. Gallegos*

Hay un sentido común, más o menos extendido, que dice que los ministros, magistrados y jueces no deben ser electos por el voto popular. Pero el sentido común dice muchas cosas, alguna de las cuales, con el paso del tiempo, se muestran falsas, ridículas o de plano absurdas. Hace cientos de años el sentido común sostenía que la tierra era el centro del universo y hoy sabemos que no es así. El sentido común sostiene que las personas estás unificadas por su conciencia y razón, pero el psicoanálisis ha mostrado que en realidad la psiquis humana está partida, escindida y neurotizada.

¿Cómo es que semejante idea de que los ministros, magistrados y jueces no pueden ser electos por el voto popular ha permeado hasta el grado de constituirse en una idea del sentido común? Porque es una concepción productora de agencia política que lleva cuando menos 365 años si tomamos como primer punto de partida la teoría de la división de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) del Ensayos sobre el gobierno civil (1660-1662) de John Locke (1632-1704), considerado uno de los padres del liberalismo. Locke, como buen liberal, no veía ninguna contradicción en defender la libertad al mismo tiempo que tenía inversiones en la infame sociedad esclavista Royal African Company y contribuía a la justificación jurídica de la esclavitud en Carolina.

Pero será Montesquieu quien asocie doctrinalmente la libertad a la separación de poderes y de que el poder judicial se mantenga como poder “invisible y nulo”, como un ciego “instrumento de las palabras de la ley”, que en los hechos es el de las clases dominantes. Prácticamente toda la tradición liberal ha sostenido que ministros, magistrados y jueces no deben ser electos por el voto popular. Montesquieu, Mill, los padres fundadores del Estados Unidos, Tocqueville y sus voceros mediáticos lo han repetido hasta el cansancio y remachado en folletos, diarios, periódicos, universidades, manuales jurídicos, escuelas de derecho, anuncios de televisión, columnas periodísticas, slogans de campaña, plazas públicas y hasta escrito en los baños de Harvard y la Facultad de Derecho de la UNAM.

Esa mayoría neo/liberal sostiene que ministros, magistrados y jueces deben mantenerse al margen de las disputas políticas, que deben ser “neutros” e “invisibles”; que deben ser el último control de los abusos; que deben ser el poder que equilibre, que contrarreste las tendencias de los poderes a sobrepasarse y constituirse en tiranos o autócratas; que debe permanecer al margen de las pasiones electorales… pero lo cierto es que todos estos son creencias y/o argumentos normativos (del deber ser) de la doctrina política que los sostiene, difunde y justifica: el liberalismo y su trasformación en neoliberalismo. Es decir, no existe ninguna relación necesaria entre la elección indirecta y la imparcialidad en la impartición de justicia. O para decirlo inversamente, es perfectamente posible que un ministro que es electo por el voto popular se pueda conducir con imparcialidad en el dictado de una sentencia.

¿Entonces dónde estaría el problema de fondo si ministros, magistrados y jueces son electos popularmente? En los fundamentos en los que se cree que asienta el orden de la sociedad. El liberalismo (y su mutación contemporánea neoliberal) es una doctrina que justifica un tipo de sociedad y Estado organizados en torno a la protección de la propiedad de los medios de producción y la libertad de mercado, para ello instituye un conjunto de mecanismos y dispositivos que los resguardan, tutelan, incentivan y encauzan. En una sociedad como la capitalista caracterizada por el antagonismo entre mayorías desposeídas —cuya única “propiedad” en su fuerza de trabajo— y minorías detentadoras de la propiedad de los medios de producción, el control de ministros, magistrados y jueces se vuelve central porque son los que estatuyen lo que la justicia y lo justo o legal en caso de conflicto. Por supuesto, esto no impide que no existan casos de genuina impartición de justicia para los de abajo, sino que cuando se trata de los fundamentos, esa justicia es parcial y ya está definida del lado del capital.

Por un lado tenemos, pues, la protección de la propiedad de los medios de producción y la libertad de mercado; pero por el otro una obsesiva desconfianza y aversión al pueblo. John Stuart Mill, uno de los santos patronos de los liberales de todos los tiempos, sostenía en su clásico On Liberty: “Ningún gobierno por una democracia o una aristocracia numerosa ha sabido elevarse sobre la mediocridad”. Casi un siglo después, un teórico de la democracia y apologista del capitalismo, Schumpeter sostenía una idea similar: “El ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto como penetra en el campo de la política.” De la mano de Freud diríamos que se trata de la misma compulsión de agresión a los de abajo que se repite de Locke a Mill y de este a Schumpeter. Para los liberales y los neoliberales el mundo sería mejor si los de abajo, los trabajadores y los menesterosos nunca se involucraran en política.

De esa manera, lo que estaría en el fondo del rechazo a la elección de ministros, magistrados y jueces no es el funcionamiento y la naturaleza del poder judicial, de su esencia y última razón de ser, sino la protección de la propiedad de los medios de producción y el desprecio, desconfianza y rechazo a que el pueblo sea el verdadero elector. No es casualidad, pues, que la doctrina liberal y neoliberal sean los armazones teóricas, morales y filosóficas de que se vale al capitalismo para legitimarse, justificarse y mantenerse.

Frente a esta doctrina se levanta otra antagónica: aquella que sostiene que todo poder instituido y ejercido debe su razón de ser al pueblo. Y todo poder incluye tanto a los representantes en las asambleas (diputados, senadores, etc.) y presidentes, como a los juzgadores del poder judicial. Es lo que se conoce como la democracia radical que se opone a la democracia mediatizada y representativa de los liberales/neoliberales. La democracia radical implica como principio la posibilidad de un ejercicio sin mediaciones de las funciones de gobierno. Esta es la tradición política que va de Rousseau a Marx y pasar por los sucesivos ejercicios de las comunas históricas. En el caso de Marx, para que el autogobierno sea real se necesita también la eliminación de la explotación y la socialización de los medios de producción.

Entonces, ¿por qué no se podrían elegir con el voto popular a ministros, magistrados y jueces? Ni filosófica, ni teórica, ni moral ni políticamente existe ninguna razón que lo impida. Ciertamente la elección popular no garantiza una justicia pronta, imparcial y eficaz. Pero tampoco el sistema de elección indirecta lo garantizaba. ¿Pueden grupos de poder, partidos políticos, del narco, empresariales o poderes fácticos incidir en la elección de ministros, magistrados y jueces? Sin duda, pero tal y como sucede con el sistema indirecto previo a la reforma constitucional de elección directa. Entonces el problema no es por la modalidad en la que se eligen sino por el complicado diseño electoral, las garantías, los procesos, la vigilancia, la certeza y, particularmente, el complejo contexto social, económico y político mediado por la corrupción, la inseguridad, el narcotráfico, el imperialismo y la partidización de los poderes políticos.

Empero, a pesar de esos riesgos, quienes sostenemos la idea de la democracia radical no podemos menos que estar de acuerdo en el elección popular de ministros, magistrados y jueces. Otra cosa es verificar hasta donde se estarían generando las condiciones para garantizar un proceso que permita que lleguen al poder judicial personas con las mejores credenciales en todos los planos (profesionales, de conocimientos, éticos, de trayectoria), creándose un verdadero poder judicial que imparta una justicia pronta, eficaz y popular.

Finalmente no hay que dejar de considerar que la disputa por la elección de ministros, magistrados y jueces se da al interior de un mismo bloque hegemónico conformado por Morena y sus adversarios. Es decir, estamos antes un mismo bloque que en la elección popular de los juzgadores no dejan de defender la lógica del capital y no buscan una alternativa al sistema capitalista. Con todo, la elección popular es un pasito, con todos los riesgos que existen, en el largo y tortuoso empoderamiento de los de abajo y que se suma a la consulta popular y revocación de mandato introducidas en 2019.

*Profesor en la Universidad Autónoma Metropolitana-C

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