Misael era su nombre, tenía 25 años, ahora se encuentra inerte, con el rostro desfigurado y totalmente quemado. Un hombre y una mujer se encuentran apostados a los costados de sus restos. Su ropa se ha adherido a su piel, parece que es una sola capa y ha adquirido distintas tonalidades, destaca el café brillante y el negro. Sus manos y brazos están contraídos, parece que en su último suspiro trató de protegerse de las llamas de la explosión. Es contemplado por sus familiares y peritos. A lo lejos su esposa le implora que se pare: –vamos con los niños Misa, ya vámonos–.

Un tatuaje fue la clave para identificarlo. – ¿Es su familiar? – Pregunta una autoridad local.

–Sí – responde el hombre que sin soltar lágrima alguna da los datos de uno de los muertos que yacen en el campo de alfalfa en San Primitivo, Hidalgo. Son las tres y media de la madrugada, los pobladores lograron romper el cerco militar e ingresaron a la zona del desastre, están tratando de encontrar a sus familiares, pues no han sido ubicados como heridos en los hospitales.

Foto: Carlo Echegoyen

Los familiares de Misael lograron identificarlo a simple vista, o eso creen, aún faltan las prueba de ADN para corroborar su identidad. Sin embargo, otros restos no van a correr con la misma suerte. Algunos están reducidos prácticamente a cenizas y quedan algunos huesos: cráneos, columnas vertebrales, torsos, costillas y fémures, que han adquirido un tono grisáceo y a su alrededor un montículo de cenizas negras aún emana el humo que dejó a su paso el fuego.

Algunos cuerpos están juntos, pareciera que el estrechar su mano, abrazarse o protegerse mutuamente fue el último deseo entre conocidos o familiares que buscaron acompañarse en la agonía.

“Podíamos salvar más vidas, pero ustedes entorpecieron todo, por qué no nos dejaron pasar, había personas corriendo quemadas y no nos permitieron ayudarles”, reclama un hombre a los militares que acordonaron la zona. Él prefiere no decir su nombre pero con los ojos llenos de lágrimas señala que busca entre los desaparecidos a su hermano Leonel Acosta y su cuñada Karina Quiroz.

Foto: Carlo Echegoyen

Al preguntarle cómo siente responde: “en parte nosotros tuvimos la culpa, era peligroso, pero queríamos atender una necesidad, aquí no hay combustible, no sólo hay muertos y heridos de Tlahuelilpan. También vieron de otros pueblos al saber que había gasolina, sin hubiera combustible no hubiera pasado esto”, afirma el hombre cuyo único consuelo es saber que su hijo de 30 años ha sido localizado y está quemado e inconsciente en un hospital del Ixmiquilpan.

A las 00:00 se anunció que oficialmente había logrado controlar el fuego, pero que la emanación de gases y la amenaza latente de una nueva explosión hacían que el terreno fuera un espacio inaccesible para los familiares que exigían acceder a reconocer los cuerpos.

A la 1:30 de la madrugada, el presidente Andrés Manuel López Obrador, dio un mensaje a los medios y aseguró que ponía todas las instituciones correspondientes para atender a las víctimas y que el gobierno federal otorgará apoyos para costear los sepelios.

El ánimo entre los habitantes se mezcla entre la culpa y desesperación, en la madrugada se escucharon pláticas donde predomina.

“No lo hubiera dejado ir , la necesidad le hizo perder la vida, le dije que era peligroso.” Después de la visita del presidente, corre el rumor de que los cuerpos van a llegar al auditorio municipal, los familiares congregan a las afueras, esperando no recibir la noticia de que su ser querido no está en la morgue improvisada y culminar con la angustia ya saber si el destino le hizo una jugada mortal a quien buscan.

La culpa se transforma en coraje y las autoridades locales reciben los reclamos por el flujo lento de información. –Queremos ver los cuerpos y que no alteren la escena de los hechos –. Entre gritos y empujones los familiares ingresan al auditorio municipal, pero no están los restos de los muertos, nunca llegaron.

Foto: Carlo Echegoyen

¿Cómo empezó todo?

Entre seiscientas y ochocientas personas terminaron con la calma de un sembradío de alfalfa ubicado en el municipio de Tlahuelilpan, Hidalgo. Un chorro, que por un momento parecía un geiser que emanaba una de las sustancias más preciadas en tiempos de desabasto, la gasolina, congregó a los pobladores. Armados con bidones, cubetas, jarras y jícaras aprovecharon para abastecerse del combustible. El destino de la sustancia podía ser el autoconsumo o su venta, parecía un plan perfecto que horas más tarde se convertiría en una tragedia que hasta el momento ha cobrado la vida de 79 personas.

En presencia de militares y la Policía Federal los pobladores pasaron dos horas sustrayendo combustible del ducto. Hombres, mujeres, niños y adultos mayores estaban entre las personas que perdieron la razón obteniendo combustible. El olor hizo llegar a los primeros pobladores, y fue el mismo que los hizo enloquecer, al menos esa fue la sensación que se apoderó de Carlos, que al trabajar como responsable de un hotel cercano a la fuga del ducto, no desaprovechó la oportunidad de llenar su bidón.

–Parecíamos drogados, el fuerte olor a combustible te provocaba perder la noción del tiempo y de lo que hacías–. Tras llenar garrafón se encaminó a su trabajo como encargado de un hotel en las inmediaciones del campo de la tragedia. Un poco después de las siete de la noche una luz iluminó el campo de alfalfa. A la par, él llegó a su destino, escuchó la explosión y vio la llamarada. Los gritos de ¡Auxilio! Y ¡Salgan, corran! Provocó que Carlos regresará en sí y viera su mano ensangrentada, que manchó el recipiente del motín. No sabe cómo se cortó la mano, pero sí recuerda que el fuerte olor hacía vomitar a los presentes.

Octavio fue parte del conglomerado de personas que llenó un bidón con 50 litros de combustible, relata que en un inicio solo brotaba poca gasolina del ducto, pero que en menos de una hora empezó a brotar un chorro que, según los pobladores alcanzó unos 30 metros.
Hasta el momento la tragedia tiene un saldo de 73 muertos, 83 heridos. Pero la cifra mortal se sigue actualizando, porque muchos de los heridos tienen quemaduras de gravedad en la parte interna y externa de su cuerpo.

Foto: Carlo Echegoyen

Enfrentarse a la realidad

Después de que lo familiares rompieron el cerco buscaban esperando encontrar indicios de llaves, celulares, ropa, tatuajes o alguna seña particular que les indicara que en la morgue del campo estaban el cuerpo de sus familiares. Pocos localizaron a su ser querido, el fuego destruyó todo a su paso y dejó pocos rastros de quienes ahí perecieron.

–¡Noo!, mi hijo, ¡noo!– es el clamor de una madre que ha identificado a su familiar. Una crisis nerviosa la hizo gritar y colapsar. Identificó su ropa y tenis. El dolor se traduce en lágrimas que la hacen perder el control, se arrastra, por minutos su cuerpo se desvanece, los abrazos de sus acompañantes no son suficientes para vivir su duelo y reponerse a la impresión de ver a su vástago desfigurado por el fuego.

Cuando termina el acceso de los familiares a la zona del desastre, ingresa un grupo amplio de peritos embestidos con traje blanco, cámaras fotográficas y el material necesario para resguardar los restos que pretenden identificar de manera precisa, para darlos a sus respectivas familias. Indicios con números amarillos señalan dónde están ubicados los restos, que por lo menos son más de 50. Las víctimas miran detrás el cerco cómo los especialistas hacen su trabajo. Están un poco más tranquilos, aún queda la esperanza de que su familiar este no identificado en algún hospital y de estar entre los restos pueden constatar de que su cuerpo lo que que queda de él, está siendo tratado con respeto y seriedad.

Foto: Foto: Carlo Echegoyen

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