Por qué decir NO al glifosato

El agrotóxico penetra en el suelo, se filtra en el agua y sus residuos permanecen en los cultivos; así lo comemos y bebemos.

Por Redacción / @Somoselmedio

Cuando los pueblos se están envenenando por lo que consumen como alimento, por principio de responsabilidad sus autoridades no pueden permanecer impasibles, mucho menos sumirse en la indolencia y permitir que se medre con el hambre y se fomenten prácticas de muerte, so pretexto de “producir alimentos”.

La reflexión es oportuna en tiempos de pandemia y en medio de una discusión pública sobre el uso del agroquímico llamado glifosato, agente industrial de muerte que está cada vez más cerca de la vida de todo ser humano.

El glifosato es el herbicida más utilizado en el mundo en agricultura, silvicultura, jardinería e incluso en actividades domésticas. Este invento químico lo comercializó por primera vez en la década de 1970 la compañía Monsanto, con el nombre de Round’Up.

Desde entonces y hasta 2014, de este herbicida que penetra en el suelo, se filtra en el agua y sus residuos permanecen en los cultivos, se habían fumigado en el planeta más de 8 mil 600 millones de kilogramos. Así hemos comido y bebido el glifosato, de manera que llegó al organismo humano y ha causado cáncer, dolor y muerte.

La empresa alemana Bayer firmó en junio de este año un acuerdo de entre 8,800 y 9,600 millones de dólares para resolver más de 125, 000 reclamos en Estados Unidos contra el Round’Up, el pesticida a base de glifosato comercializado por su filial Monsanto, adquirida en 2018. Los demandantes estadounidenses acusan a este pesticida de ser cancerígeno, según el Circ, una rama de la Organización Mundial de la Salud (OMS), citado por dw.com

Durante casi medio siglo una persuasiva y exitosa campaña ensalzó el uso del glifosato, y la ausencia de estudios científicos sobre los efectos en la salud y el medio ambiente favorecieron que el uso del agrotóxico se expandiera impunemente por el mundo.

Víctor M. Toledo, señala que ese panorama ha cambiado después de que “organizaciones civiles defensoras del ambiente, la salud y los derechos humanos impulsaron numerosas investigaciones críticas para documentar los efectos nocivos del plaguicida”, como da testimonio la quinta edición de la Antología toxicológica del glifosato, de E. Martín Rossi, que cita mil 108 artículos científicos sobre esa amarga realidad.

Con fundamento en esas evidencias, el glifosato ha sido prohibido o restringido en Austria, Alemania, Francia, Italia, Luxemburgo, Tailandia, Bermudas, Sri Lanka y algunas regiones de España, Argentina y Nueva Zelanda.

La agroindustria utiliza el glifosato principalmente en sus monocultivos para exterminar lo que llama malezas, es decir, yerbas que forman parte de la dieta tradicional de los pueblos originarios sin insertarse en el circuito comercial masivo, como los  diversos quelites, o los acahuales útiles para alimento forrajero.

Lo que calla la agricultura industrial es que “los cultivos transgénicos tolerantes al glifosato generan encefalopatías, autismo, parkinsonismo, malformaciones y diversos tipos de cáncer, además de afectar los sistemas endocrino, reproductivo, inmunitario, digestivo, hepático, renal, nervioso y cardiovascular de las personas”, refiere Toledo Manzur.

Se agrega la afectación a diferentes especies de crustáceos, moluscos, oligoquetos, algas, hongos, fitoplancton y zooplancton, anfibios, tortugas, arácnidos, aves, mamíferos y, lo más preocupante, a insectos benéficos y polinizadores como abejas y mariposas, además de los colibríes, afirma el etnobiólogo.

Luego de una extensiva revisión de la literatura científica la OMS decidió clasificar al glifosato como “probablemente cancerígeno para los humanos”. Más recientemente, el Instituto Ramazzini de Italia (www.glyphosatestudy.org) reveló, además, que el glifosato debilita el sistema inmunológico humano por tres vías: cáncer NHL, destrucción de una enzima esencial y modificación de la flora intestinal, lo que deja desprotegidas a las personas contra infecciones como el COVID-19.

Es bien sabido que en México, país de origen y biodiversidad del maíz, cada persona consume en promedio diario medio kilogramo de ese cereal, alimento básico de la dieta nacional.

Lo lamentable es que 10 millones de toneladas de maíz que se importan anualmente desde Estados Unidos deben usarse sólo para alimento de ganado o insumos industriales altamente procesados. Sin embargo, el 90.4% de las tortillas que se consumen en México contienen secuencias de maíz transgénico, lo mismo que el 82% de las tostadas, harinas, cereales y botanas de este grano.

Los preocupantes datos son hallazgo del equipo científico de la Universidad Nacional Autónoma de México y de la Universidad Autónoma Metropolitana, encabezado por la científica María Elena Álvarez-Buylla, hoy directora general del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología, que encontró en 387 muestras de productos de maíz recolectados en tortillerías y supermercados, principalmente de la Zona Metropolitana del Valle de México, la presencia alarmante de genes de maíz transgénico. Y aunque hallaron también transgenes en las tortillas más artesanales, en estasno encontraron glifosato.

Esto ocurre porque plantas de maíz han sido transformadas en laboratorios de Estados Unidos con el fin de resistir plagas y tolerar el herbicida glifosato, según publicó la revista Agroecology and Sustainable Food Systems,

El equipo universitario precisa que “más del 85 por ciento del maíz transgénico que se produce en Estados Unidos es tolerante al glifosato, plaguicida que es rociado sobre los maíces transgénicos que lo toleran, penetra en las plantas y llega a los granos”, y así llega a nuestras tortillas y otros alimentos hechos con maíz.

Los datos resultan impactantes, pero más todavía porque el maíz transgénico no está permitido en México a campo abierto, pues se encuentra en proceso una demanda colectiva que lo impide desde 2013, año en que se aplicó una medida precautoria que prohibía su siembra mientras duraba el proceso legal.

Resulta absurda la importación de grano transgénico ya que, como indica Álvarez-Buylla, “México produce suficiente maíz para el consumo humano: nativo e híbrido no transgénico. En 2016 produjo 25.7 millones de toneladas de maíz, de las cuales 12.3 millones se vendieron para consumo humano, 4.2 millones para autoconsumo, 4.4 millones para el sector pecuario y 1.5 millones para exportación”.

La experta en ecología y genética molecular del desarrollo aboga por que se apoye a la agricultura sostenible, agroecológica y campesina para fortalecer al campo mexicano y  para que el maíz nativo o criollo, de alta calidad nutricia, complementado con el híbrido que se produce en el norte del país, cubra las necesidades nacionales.

En noviembre de 2019, bajo el principio precautorio para la prevención de riesgos en materia ambiental, la Secretaría de Medio Ambiente negó la importación de mil toneladas de glifosato. Y también en 2019, el Gobierno de México creó el Grupo Intersecretarial de Salud, Alimentación, Medio Ambiente y Competitividad con el fin de tener una visión nacional de los grandes problemas de salud y medio ambiente, como el que causa el glifosato.

Dadas las evidencias científicas de la toxicidad del glifosato, que demuestran los impactos a la salud humana y al ambiente, se camina firmemente hacia la reducción gradual del uso de glifosato, hasta lograr su prohibición total en  2024, y se impulsa un sistema agroalimentario más seguro, más sano y respetuoso con el medio ambiente. En ese sentido se afina la ruta crítica para la disminución gradual del herbicida con métodos alternativos.

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